LA VACA

Ya no vive. No la enceguece la imposibilidad de alumbrar. No se mueve. No ha podido dar a la vida lo que traía tan dulce peso hasta ahora. Acompañada de sus hermanas, en la noche, la vaca ha muerto.

Ahora es inmensa, marrón, achocolatada. Por dentro rellena de entraña, de aire, de muerte. Asomándole, a medio nacer, también muerto, el ternero del mismo color, el mismo destino que ella. Los dos con la entintada lengua de mugir afuera.

Había mirado al despertar las fantasmales vacas paciendo, seres de otro mundo, la niebla del pasto. Tal vez al otro lado del sueño, ella, la ahora muerta, había mugido con desesperación que le partía la entraña y no podía. Y a más gritar, más replicar de las otras en su coro de almas condenadas.

He esperado a hoy para verlos elevarse a lo alto del camión de cadáveres: el becerro colgando, tirando de ella como un fardo oscuro.

Pienso en ellos. Bailan sus ojos muertos en los míos, bailan sus pupilas en las mías que apenas conocen la vida. Pero no es ciega la vaca, ni arisca ni mansa; no es lista, tampoco tonta. Solo que ya no pasea la niebla a la espera de un alumbramiento.

Ayer, mancha marrón en el místico prado de la vida. Despojo, hoy, al encuentro de su nada.

Valentín Claveras

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